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En Blanco

Perdiendo el tiempo

A propósito de Crumb

29 noviembre, 2007 By Ana S. Palacín

Ya conté una vez cómo mentí diciendo que me gustaba mucho la obra de Robert Crumb, de quién no había oído hablar nunca y prácticamente convertí en mi padre, para impresionar a un tendero de tebeos. Que ya son ganas. Alguno pensará que tampoco hay que hacer mucho para impresionar a un tendero. Pues es verdad. Acto seguido, como lo único que conocía de Robert Crumb era su nombre y lo de «anda, Robert, como Robert Redford» no impresiona demasiado, me leí alguno de sus tebeos. ¡Menudo cabrón el tal Crumb! Ahí estaba, un tirillas gafotas, un mediamierda, con un talentazo inmenso. No soy objetiva. Todo lo que hace me gusta. Hasta cuando toca la bandurria con sus Cheap Suit Serenaders o Les primitifs du futur.

El amigo Rubén, de Little Nemo´s Kat, que aparte de un tipo bastante guapo es Doctor en tebeos, escribe unos artículos la mar de inspirados y amenos con un estilo envidiable. Todo un profesional, el tío. En esta ocasión se ha atrevido con Robert Crumb en una serie de estupendos artículos donde habla de su jipismo, su fantochismo y, cómo no, de su ombliguismo. Me han gustado tanto que no puedo sino recomendar su lectura.

A propósito de Crumb (I)

A propósito de Crumb (II)

A propósito de Crumb (III)

A propósito de Crumb (y IV)


¡Buena noche a todos!

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El banyán rojo

20 noviembre, 2007 By Ana S. Palacín

Llevo un tiempo dando vueltas a cómo escribir estas líneas. Podría pergeñar un alegato a favor del talento los autores españoles a la vista de El Banyán Rojo, o contar el drama costumbrista de una chica que vagaba por las calles grises, llenas de cacas de perro y esputos de viejos, de una ciudad gris buscando El Banyán Rojo, o simplemente decir que me ha gustado mucho El Banyán Rojo y chimpón.
Ya lo creo que me costó encontrar El Banyán Rojo, de Carlos Vermut. Me costó tanto que no lo encontré en ninguna de las tiendas de esta ciudad, a ratos tan cenicienta y anodina que parece que los hombres grises hayan hecho su agosto en ella. En las tiendas de tebeos, algunas especialmente poco surtidas, sólo hay novedades los escasos días en que son eso, novedades. Recorrí todas las librerías sin éxito, pero en la última, aparte de no encontrar el tebeo, me llevé una desagradable sorpresa. En aquella tienda, la cantidad de manga, merchandising y rol era apabullante, y el cómic español estaba relegado a un estante. Pregunté por el cómic y el dependiente, un chaval joven, confirmó que habían tenido ¡un ejemplar! y que ¡gracias a dios! lo habían vendido.

-¿Cómo que gracias a dios?
-Pues eso, que gracias a dios, porque ya me veía sin venderlo. El dibujo es muy malo. ¿Lo has visto? Cualquier manga es mejor.
-Sí, lo he visto, me gusta, y el autor ha estado nominado a nosecuantos premios- respondí malhumorada.
-Es que ahora le dan premios a cualquiera… Yo que tú no me lo compraba.-opinó con desfachatez.
Y siguió opinando. Opinaba de todo, de superhéroes, de manga, de lo poco que ganan los libreros, de que la cosa está muy malita, de que el fin editorial está cerca y de chorradas que me la traían al pairo y que sugerían que, visto el dueño de tales afirmaciones, el tebeo tenía que estar bien por cojones.
Encargué El Banyán Rojo en mi tienda habitual, en la del señor amable que te recomienda encarecidamente V de Vendetta sin saber que hace muchos años que tiene un lugar de honor en tu estantería y, cómo no, en tu baño. Cuando llegó días más tarde lo devoré. Y me gustó. Me gustó mucho ese alfarero que actúa, ignorante y hedonista, por instinto; ese Kailash vacuo, fanfarrón y vividor a quién fuerzas bellas y trágicas arrastran a un destino incierto; ese hombre atormentado, desalentado, sin alma; y esa fascinante ambientación, mezcla de cruda realidad, misticismo y magia.

Yo que tú no me lo compraba. Pues yo que tú, sí.

¡Buen día a todos!

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Perdiendo el tiempo

17 julio, 2007 By Ana S. Palacín

Entré en la librería de viejo buscando libritos azules de Orbis, los de ciencia ficción que tanto me gustan. Estaban los de siempre, un par de tomos de una antología clásica de relatos new age atados con una goma. Junto a ellos, unos pocos títulos de otras editoriales, novelitas pulp, muchos libros acerca de ominosas invasiones alienígenas y otros, mal ubicados, de fantasía épica.

No pude evitar fijarme en la portada psicodélica de una edición sesentera de Fahrenheit 451, manoseada, ajada, preciosa. El libro estaba raído, amarillento y dedicado en su primera página. Las dedicatorias en mis propios libros me revuelven las tripas. Me marean. Veo lo que antaño parecía eterno resumido en una frase vacua, carente de sentido y poco afortunada – para mi mejor amiga; no te olvidaré nunca; por una locura compartida… – que todavía amarga levemente. Las dedicatorias en libros ajenos, sin embargo, me provocan más curiosidad que rechazo.

Con el libro abierto, me permití fantasear unos segundos acerca de la persona que regaló aquel libro hace más de treinta años. Tal vez fuera un tipo idealista, inquieto, un hombre de indudable buen gusto. Intenté imaginar por qué escogió ese libro, si al obsequiado le agradó el regalo o fingió que lo hacía, si lo leyó vorazmente o lo abandonó a medias en un rincón, si memorizó algún pasaje, si lo prestó alguna vez o muchas, cómo llegó a los estantes de una librería de viejo y, finalmente, qué será de mis propios libros dedicados. Espero que terminen, mejor que en una pila crematoria, en las estanterías polvorientas de una librería y que alguien, con pocas ganas de estudiar el carnet de conducir, pierda el tiempo elucubrando necedades similares.

Regalo de Franz Cichosz Hempkel, rezaba la frase. Y debajo una firma; un garabato en el que podía leerse, o yo quise leer, Cichosz.

Pagué el libro y regresé a casa, silbando, mientras releía una y otra vez el nombre, cada vez más familiar. Cichosz, Cichosz… ¿Cichosz? ¡Cichosz!

¡Buen día a todos!

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¿Son caros los tebeos?

18 mayo, 2007 By Ana S. Palacín

El otro día volví a casa con una mísera bolsa de tebeos, cuarenta euros menos en el bolsillo y con la impresión de que el librero me consideraba una tacaña. -Son sólo cuarenta y tres euros con cincuenta -me dijo el librero. «Sólo» dice el tío. Por dos tebeos y medio. Me acordé de aquella charla del ciclo «Aragón, Tierra de Tebeos» en la que sólo unos pocos infelices confesamos que encontrábamos caros los tebeos.

Igual estoy en una de esas realidades alternativas de la Bruja Escarlata que me contaba ayer un experto pijamero y en realidad los tebeos son la mar de baratos excepto para algunos cegados por las chaladuras de la Bruja, que por lo que entendí tiene buenas intenciones pero falla estrepitosamente en la ejecución. Luego, el gurú pijamero me contó otras cosas, nosequé del gen mutante, que Magneto está en África, en plan Livingstone, supongo, y algo de un censo de superhéroes, pero ya no le hice mucho caso porque tenía el runrun de la Bruja en la cabeza y porque los de derecho no damos para más.

En esta realidad alternativa, vender mil ejemplares de un tebeo es un éxito, el mercado lo sustentamos cuatro gatos a veces mal avenidos y es complicado que cómics que rondan o incluso superan los veinte euros logren traspasar el reducido círculo de aficionados y llegar al gran público.

En fin, que es una mierda de realidad alternativa en la que cuarenta y tres euros son sólo cuarenta y tres euros. Con cincuenta.

¡Buen día a todos!

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Las chicas gordas (II)

16 abril, 2007 By Ana S. Palacín

Los 14 eurazos de Corazones Rollizos me han dejado un sabor agridulce. La parte gráfica ha gustado mucho, la narrativa no desmerece, pero el fondo que subyace en el cómic es insulso e inconsistente. Se trata, en definitiva, de pagar 14 euros por un cómic precioso en el que se cuentan una sarta de chorradas y absurdeces. El dibujo de Krassinsky y el color de Claire Champion, sobre todo el trabajo de ésta última, me decidieron a abandonar a los chiquillos de Paracuellos. Bueno, eso y que pretendía ir a distintos Carr*foures a ver si encontraba Todo Paracuellos a diez euros.

En mala hora. Primero porque las grandes superficies caen allá donde cristo perdió el chanclo y hacía un tiempo de mil demonios, y, en segundo lugar, porque todos los ejemplares estaban sobreetiquetados al maldito precio de 17 euros. Precio razonable que no evita que te sientas más gilipollas de lo normal sabiendo que hay afortunados que aún lo encuentran baratico.

La elección de Corazones Rollizos fue desafortunada porque aunque el dibujo y el color hagan el cómic muy apetecible, las historias son flojas, superficiales, y predecibles. El cómic cuenta historias de cinco mujeres ¿gordas? (¿están realmente gordas? ¿qué opináis?) que no se gustan ni una poquita, se rodean de gente que no las valora, y suspiran por hombres que las desprecian. Acerca de la gordura podemos albergar distintas opiniones, lo que no cabe duda es que estas cinco mujeres son muy tontas. Los hombres de Corazones Rollizos tampoco se salvan y son una panda de estúpidos representantes de los clásicos tópicos machistas.

Estas son las cinco chicas «gordas» y sus respectivas historias. Los que pretendáis haceros con el tebeo no sigáis leyendo.

En vikingo quiere, vikingo toma, un par de publicistas van a Islandia para rodar un anuncio y traen con ellos aviesas intenciones mojatorias. Pronto descubren que las atractivas islandesas son chicas difíciles. Pero como en época de guerra todo agujero es trinchera terminan encamaos, para ulterior escarnio, con Ggrururur (o algo así), una gruesa chica islandesa con ortodoncia y sobacos peludos.

En Chica sexy, una chica regordeta se obsesiona con un mozo que la planta por gorda. Ahí debería quedar la historia, ¿verdad?. Pues no. Después de acosar al tipo por la calle, en bares, restaurantes y cines, le provoca un accidente que lo deja escayolado ¿totalmente? ¿Totalmente? ¡No! Sus genitales resisten al invasor. La chica acude varios días al hospital y, como colofón a su venganza, por si el accidente no bastaba, se pone un guante de fregar y le zumba la sardina mientras recita poesía. Cuando él le pregunta si volverá al día siguiente ella le dice que no. Ante todo dignidad.

En Manzana Gorda, la historia más lograda, Manzanita aguanta estoicamente las humillaciones de su mejor amiga, que cada dos por tres le recuerda que está gorda. Pero Manzanita, tras una amistad de veinte años, que ya son ganas, decide mandarla al cuerno e irse a vivir a la Gran Manzana.

En Luigi, un italiano tarado envía misivas de amor a todas las Patricias de Francia, buscando a una concreta que conoció hace años. La hermana de esa tal Patricia, una niña gorda, con una sesera de poco gramaje, que no se parece a su hermana ni en el blanco de los ojos, recibe la carta y acude a Milán hacerse pasar por su hermana en una historia que no tiene ni pies ni cabeza.

En Sandy, Rosemary, una rubia voraz zampadora de pastelitos y golosinas, se acuesta con Nicholas siempre que a éste lo abandona su novia, de nombre Sandy. Rosemary no le gusta a Nicholas, ni se gusta a sí misma y se tortura en el gimnasio para después ponerse como la moñoños de nuevo. Finalmente, Rosemary engendra una hija de Nicholas a la que bautiza como Sandy y encima no se lo dice a él, en un alarde de venganza sin límites.
En fin, qué malas son, qué malas son.

¡Buen día a todos!

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Las chicas gordas (I)

11 abril, 2007 By Ana S. Palacín

Vaya por delante que no tengo nada contra los gordos. Tampoco a favor. Lo mismo me ocurre con los altos y los bajos. Que me dan igual. Más allá del adjetivo no veo la relevancia de ser tal o cual cosa. No creo que los gordos sean más salerosos que los delgados (¡venga ya!), ni que los gafotas sean más listos (¡anda hombre!), ni las rubias más tontas (¡en todo caso las tetonas!). Dudo que las gorduras o flacuras lleven aparejado un caracter alegre o lúgubre. No faltaría otra cosa. O tal vez me equivoco y la señora obesa, uniceja y malhumorada que, bufando como un toro de lidia, me aplastó en el autobús para hacerse con un sitio vacío, me estuviese gastando una divertida broma.

Había leído en la tontosfera una reseña sobre un cómic de gordas. Tenía curiosidad por leerlo. ¿Cómo habría tratado el tema el autor? ¿Estaría lleno de estereotipos? Creía recordar que se llamaba Las chicas gordas. O Las mujeres gordas. De Dolmen o de Dibbuks. Con estos datos era pan comido encontrarlo.

Aparte de no retener correctamente ni un título, soy una pésima buscadora de tebeos. Me muevo como un pato mareado por las estanterías de las tiendas durante horas, como si buscase el Santo Grial en viñetas, incapaz de prestar atención a las minúsculas letras de los lomos de los cómics. Todo esto, por supuesto, sin encontrar una mierda. Cuando transcurre un tiempo prudencial, me dirijo con mucha dignidad y compostura al librero y pregunto algo tan inteligente como:
-Por favor, ¿el último de… Flash?

El librero de turno alza una ceja pensando que soy idiota y responde:
-Ahí, en el montón de Flash. Y señala con el dedo un lugar difuso en la estantería.

Como si no fuera eso lo que llevo buscando tanto rato. Y es entonces cuando empieza el espectáculo.

-¿Aquí? -pregunto ubicándome donde he creído ver que apuntaba su dedo.

-No, más a la izquierda.
-No, más arriba.
-Más abajo.

En fin, que admiro mucho a los comiqueros que se desenvuelven por las tiendas como si hubiesen nacido allí, y encuentran increíbles chollos y números que se creían extinguidos en nuestros días.

Pregunté a mi librero por el comic Las chicas gordas, de Dolmen.

-¿El de Corazones Rollizos, de Glénat?

Por suerte para él y por desgracia para mí, el librero es jovenzano y avispado. Corazones Rollizos, de Glenat. 14 eurazos.
Tras dudar un buen rato entre Todo Paracuellos y Corazones Rollizos, me llevé el cómic de las gordas. Mala elección. Tenía que haber optado por Paracuellos, que de momento ningún niño con ojos saltones y pelo de fraile me ha arrollado en el autobús.
Historias sin sustancia, poco femeninas y contadas por un hombre que cree que es el colmo de la venganza hacerle una paja con un guante de fregar al tío que te ha ignorado. Chicas gordas, cosificadas, despreciadas, acomplejadas, que finalmente se rebelan en finales predecibles y poco creíbles. Da para mucho más, pero ya está bien de rollo por hoy. Mañana más.

¡Buen día a todos!

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Too fat, can´t fly

30 marzo, 2007 By Ana S. Palacín

Rebuscaba entre una montaña de cuadernos de la conocida marca que usaban Hemingway y Matisse. Quería, ¡necesitaba! el de gramaje alto. ¡Mierda! No estaba. Había docenas de cuadernos en la tienda y ninguno era el que buscaba. ¿Seguro? Gruñí como las locas que murmuran entre dientes, miré a ambos lados sospechosamente y le quité el plástico a un cuaderno para cercionarme de que no era. No era. Se lo quité a unos cuantos más, y a otros… hasta que el segurata se acercó a ver qué cojones hacía tanto rato metida detrás de unos cuadernos. Tengo mala suerte en las tiendas. Cuando no me confunden con una dependienta y me dan un pantalón de la talla 40 para que les lleve la 42, me ven como una choriza a punto de delinquir.

Después de sembrar el caos entre los cuadernos, cogí un libro cualquiera para disimular. Too fat, can´t fly, se titulaba. Parecía la voz de mi conciencia. No podía haber cogido el de Leyendas finlandesas, no. Estaba hecho polvo. Y encima en inglés. Le eché un vistazo al libro como si me interesara, mirando de reojo al segurata, que seguía con los brazos en jarras junto a los cuadernos. ¡Ey! De repente me interesó. ¡Salía un Superman obeso, y-y luchadores enmascarados, y-y-y el increíble hombre-pollo, y perros y gatos apalizándose!

En Too fat, can´t fly, de Yuko Kondo, hay ilustraciones coloristas, vitalistas y alienantes, tipos enmascarados, gente gorda, bocas llenas de dientes, y tres historietas cortas de superhéroes. El primero, un superhéroe bulímico; otro, el afamado hombre pollo; y el tercero, un Superman gordo y perezoso incapaz de salvar al mundo.

Con tanto chocolate llevo el mismo camino. Pero sin superpoderes. Too fat, can´t fly.

¡Buen día a todos!

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Hulka: petardas a gogó

12 marzo, 2007 By Ana S. Palacín

El sábado andaba de mudanza, cargando y descargando cajas, sudando como una condenada y me acordaba de Hulka. Anda que no me hubiera venido bien un poquito de superfuerza. Arrastrando un futón, cavilaba sobre si la superfuerza va unida con la supertontería que tiene Hulka encima. Igual sí. Y es que Dan Slott está desarrollando una Hulka con poquita sesera, superficial, veleidosa y algo lerda. Una pedorra en toda regla.

Me entretengo mucho con los tomos de Hulka, pero la protagonista es inaguantable. Que sí, que lo de que sea abogada tampoco ayuda. Por estos motivos, prefiero que la dibuje Bobillo, que le da un aspecto de ogresa apamplada que le pega más.
En este segudo tomo, Hulka es designada magistrada del tribunal viviente (jueces, jurados y abogados del universo). Pero las cosas no siempre se resuelven a golpe de martillo, y termina a tortas con Slatterus, el campeon del universo y poseedor de la gema del infinito, gracias a la cual arrea unas hostias como panes.

Por si no teníamos bastante con la pedorrez de Hulka, en la siguiente historia aparece otra petarda más. La flacucha Mary-Titania inspira ternura al principio. Mary es una chica esmirriada, pobretona, poco espabilada, desafortunada, dale que dale al rasca y gana sin ganar una mierda, marginada por todos, muy envidiosa, que sueña con ser una superheroína. Cuando el Doctor Muerte convierte a Mary en Titania, una tía superfuerte vestida (o algo así) de cuero, con las tetas más grandes que su cabeza y unos muslos de infarto, aflora ese resentimiento y se dedica a hacer el mal. Quizá los demás nos cortásemos a la hora de hacer el mal, pero una patada en los huevos a quienes nos han hecho o hacen la vida imposible igual se nos escapaba.

Como no pueden coexistir dos supertías, superfuertes, supertetonas y tan pedorras en un mismo universo, Hulka y Titania se convierten en enemigas acérrimas. Y es que Titania, lejos de estar satisfecha con lo que tiene, quiere más. Lo quiere todo. O mejor dicho, quiere ser la que más.

En fin, que como no hay nada que me resulte más repugnante que la envidia y las personas envidiosas, casi aplaudí al final del tomo.
¡Buen día sin envidias a todos!

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Adiós amigo, adiós Chunky Rice

30 enero, 2007 By Ana S. Palacín

Igual que se escapan las monedas por los bolsillos de la ropa vieja, acabamos perdiendo a algunas personas que una vez llamamos amigos. Amigos sin cuya compañía no podíamos concebir nuestra cotidianidad y junto a los que pretendíamos caminar siempre, siguiendo la misma senda. Pero siempre es mucho tiempo, la senda no es precisamente corta y en cada bifurcación, nos vamos separando más y más de aquellos que nos acompañaban. Los cafés, antaño eternos, se hacen cada vez más breves e incómodos, las conversaciones se vuelven insulsas y las llamadas se espacian hasta desaparecer. Sin dramas o con ellos. Una tarde, actualizando la agenda, encontramos anotados números de teléfono y fechas de cumpleaños de antiguos amigos, y nos preguntamos qué habrá sido de fulano o mengano, si seguirán teniendo esos números, si quedaría raro llamarlos ahora, y, por si acaso, volvemos a copiar sus números en la nueva agenda. Hasta que un año dejas de hacerlo.

Adiós Chunky Rice trata precisamente de eso, de amigos que deben separarse para encontrar su propio camino. Craig Thompson nos habla de una amistad sin tiranías, sin reproches, sin exigencias y también de relaciones imposibles e impuestas, que distan mucho de la amistad. Grandes amigos que abren la mano para que otros encuentre su destino, aunque sea lejos, en las Islas Pontinas, a sabiendas de que lo que creímos irrompible es casi siempre tan frágil como un castillo de arena.
-Pero no quiero dejarte atrás, quiero llevarte conmigo. ¡Escápate conmigo!
-No puedo. Este es mi sitio. Debes encontrar tu sitio.

A veces es inevitable ya no perder amigos sino dejarlos escapar, y tal vez encontrarlos en una de esas caprichosas bifurcaciones de la vida. «No existe el adiós, Chunky Rice».


¡Buen día a todos!

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Póngame otro de lo mismo, Señor Rubín

22 enero, 2007 By Ana S. Palacín

Los parroquianos de La tetería del oso malayo me observaban expectantes, con una historia asomando por los ojos. -¿Nos compras o qué?– parecían preguntar desde la portada del tebeo. Qué buena pinta tenía aquel cómic. Hasta me pareció que el oso malayo, con su media sonrisa, me había guiñado un ojo. Cuando miré el precio pensé que el oso bonachón, no sólo debería guiñarme el ojo, sino hacerme un estriptís. Por lo menos. Bueno, en realidad pensé: ¡virgensanta qué pobre soy! ¡ya están los de Astiberri hundiéndome la moral! No estaba la cosa para tales dispendios y, muy a mi pesar, devolví el tomo a su sitio, deseando que terminase pronto el infierno navideño para dejar de invertir panoja en hacer felicérrimos a otros con objetos que me importan una mierda.

Sin embargo, no iba a librarme tan fácilmente del oso y su panda. El azar y alguien que me quiere bien, hicieron que «La Tetería del Oso Malayo», de David Rubín llegase a casa en forma de regalo navideño. La tradición obliga a repartir los regalos, alabar el gusto del comprador, agradecer el detalle y conversar largo rato, mirando de reojo el regalo, bien por birria, bien por acierto. Yo me salté la parte de alabanzas, agradecimientos y ulterior conversación y me leí el cómic en el acto, casi sin respirar. Después de aquella primera lectura, me he cuidado mucho de volver a acercarme a la tetería hasta hoy, porque Sigfrido, Daumier Correvuela, Adam Kent y el resto de parroquianos tienen la virtud de conmoverme y hacerme verter, ya no una lágrima, sino mares.

David Rubín esculpe sus historias a hachazos con un trazo furioso y visceral y las cuenta a base de diálogos certeros y desgarradores silencios. No utiliza recursos fáciles para provocar el llanto o la risa y pone todas las cartas sobre la mesa huyendo de la falsa moralina y la subjetividad. No hay ni ganadores ni perdedores en las batallas cotidianas, porque cuando algo termina, todas las partes pierden un poco. La tetería es un cómic sobre oportunidades. Oportunidades que todos tenemos para empezar de nuevo, para arrepentirnos, para superar lo perdido, para seguir adelante, y para aprender a dejar atrás la porcelana rota. Porque la porcelana, como bien dice Rubín, tarde o temprano, termina por romperse. Y además, sólo es porcelana.

Maldito, David Rubín, que se arranca los cómics de las entrañas y los pone sobre el papel.

Defecalificación:

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