Hace muchos años, cuando no levantaba dos palmos del suelo, acompañaba a mi abuela a misa los domingos. –¡Si no vienes a misa, irás al infierno!-decía porque era muy misera, amén de una pedagoga de la leche-¡De cabeza al infierno! Las misas en la parroquia de mi barrio eran especialmente torturantes, las lecturas las más ominosas que recuerdo y el cura parecía un insistente recaudador de impuestos recordando a las viejas que la iglesia no se mantenía sola. Estaba claro que sola no se mantenía, no. Cuando levanté tres palmos del suelo y mi abuela menguó un par de ellos, la dejaba sentadica en un banco y me quedaba fuera haciendo lo que fuese menester. –¡Irás al infierno!-gruñía ella agitando el puño-¡Cómo dejas sola a tu abuela, tan mayor! ¡Los jóvenes vivís como en la selva! Y yo me sentía culpable, pero poco. Al fin y al cabo mi abuela estaba allí porque quería y yo, sin embargo, iba obligada.
Además, dejar sola durante un rato a la abuela de uno en la iglesia no es comparable a tirar un televisor desde un cuarto piso y que mate a un viandante. Digo yo. Esto es lo que sucede en Culpable, de Esteban Hernández, un cómic que, por su sencillez, me encanta y releo con frecuencia. Hernández mezcla acertadamente comedia, drama, costumbrismo, fatales casualidades y la más hilarante absurdidad. El protagonista, un simpático tarado, se siente tan culpable por haber matado a un transeúnte a golpe de televisor que decide ingresar en prisión por su cuenta. Allí se topará un carcelero de curiosas costumbres y escaso sentimiento de culpa, con el que se verá conectado de una forma que ninguno hubiera imaginado. Esteban Hernández, con su particular y atractivo estilo, narra las atípicas vicisitudes de dos personajes tan locos o tan cuerdos como cualquiera, que se verán envueltos en las más rocambolescas situaciones para terminar decubriendo que no es lo mismo sentirse culpable que serlo.
Que no es lo mismo, que no. Porque no es lo mismo, ¿no?
¡Buen día a todos!