Entré en la librería de viejo buscando libritos azules de Orbis, los de ciencia ficción que tanto me gustan. Estaban los de siempre, un par de tomos de una antología clásica de relatos new age atados con una goma. Junto a ellos, unos pocos títulos de otras editoriales, novelitas pulp, muchos libros acerca de ominosas invasiones alienígenas y otros, mal ubicados, de fantasía épica.
No pude evitar fijarme en la portada psicodélica de una edición sesentera de Fahrenheit 451, manoseada, ajada, preciosa. El libro estaba raído, amarillento y dedicado en su primera página. Las dedicatorias en mis propios libros me revuelven las tripas. Me marean. Veo lo que antaño parecía eterno resumido en una frase vacua, carente de sentido y poco afortunada – para mi mejor amiga; no te olvidaré nunca; por una locura compartida… – que todavía amarga levemente. Las dedicatorias en libros ajenos, sin embargo, me provocan más curiosidad que rechazo.
Con el libro abierto, me permití fantasear unos segundos acerca de la persona que regaló aquel libro hace más de treinta años. Tal vez fuera un tipo idealista, inquieto, un hombre de indudable buen gusto. Intenté imaginar por qué escogió ese libro, si al obsequiado le agradó el regalo o fingió que lo hacía, si lo leyó vorazmente o lo abandonó a medias en un rincón, si memorizó algún pasaje, si lo prestó alguna vez o muchas, cómo llegó a los estantes de una librería de viejo y, finalmente, qué será de mis propios libros dedicados. Espero que terminen, mejor que en una pila crematoria, en las estanterías polvorientas de una librería y que alguien, con pocas ganas de estudiar el carnet de conducir, pierda el tiempo elucubrando necedades similares.
Regalo de Franz Cichosz Hempkel, rezaba la frase. Y debajo una firma; un garabato en el que podía leerse, o yo quise leer, Cichosz.
Pagué el libro y regresé a casa, silbando, mientras releía una y otra vez el nombre, cada vez más familiar. Cichosz, Cichosz… ¿Cichosz? ¡Cichosz!
¡Buen día a todos!